Mientras todos asistíamos al imponente —y, en cierto modo, envidiable— espectáculo de una comunidad extranjera dispuesta a mantener su identidad como parte del nuevo pueblo construido por las oligarquías, aquí, en España, algunos miles de fieles católicos acudían a una basílica, la del Valle de los Caídos, sujeta en este momento a grave riesgo de desacralización. Apenas nadie reparó en esos fieles, esos restos extinguibles del pueblo viejo: silenciados por los telediarios de las cadenas del consenso y por las grandes cabeceras, despreciados por el poder político, ignorados incluso por la jerarquía eclesiástica. Ese mismo poder político que sufraga las grandes exhibiciones de fe de los musulmanes residentes en suelo europeo. Y esa misma jerarquía eclesiástica que, esta semana, concluía la primera jornada de su sesión plenaria ofreciéndose al poder político como mediador, pero no para salvar la sacralidad del Valle de los Caídos, sino para regularizar a medio millón de inmigrantes ilegales. Porque, sí, la jerarquía eclesiástica forma parte ya de esas mismas oligarquías, incluso si en algún caso no es consciente de ello.
¿El viejo pueblo, traicionado por todos, está condenado a desaparecer? Quizá no. Aún es más numeroso. Pero sólo sobrevivirá si alcanza a tomar conciencia de lo que es. La palabra es ser, en efecto. Y ser, como decía Maeztu, es defenderse.
José Javier Esparza