¿Quién destruyó el Imperio Tartariano?
Guy Peter Anderson, autor de Tesla & The Cabbage Patch Kids y Rise of the Clones, es una de las voces contemporáneas más intrigantes en el campo de las teorías alternativas sobre la historia. Su obra se mueve en la misma frecuencia que la “Nueva Cronología” del matemático ruso Anatoli Fomenko, quien sostiene que la historia tal como la conocemos ha sido fabricada, duplicada y manipulada por élites religiosas y políticas. Ambos comparten la idea de que la historia oficial es una construcción diseñada para ocultar un pasado radicalmente diferente al que nos enseñan.
Según Anderson, la civilización conocida como Tartaria fue borrada deliberadamente del mapa por su conexión con conocimientos ancestrales, tecnologías libres y una armonía espiritual que desafiaba los cimientos del poder moderno. Esta cultura no solo aprovechaba la energía del éter, sino que vivía en una arquitectura resonante con la Tierra y el cosmos. Su sola existencia era una amenaza directa a los intereses de quienes buscaban imponer un Nuevo Orden basado en el control, la deuda, y la manipulación histórica. La eliminación de Tartaria no fue solo física, sino epistemológica: guerras, inundaciones de barro, reescritura de textos, falsas cronologías y la invención de gobiernos y papados ficticios para justificar una narrativa artificial del pasado.
Y ahora, con esa base, volvamos a la pregunta inicial...
¿Quién destruyó el Imperio Tartariano?
He pasado los últimos cinco años intentando descubrir quién estuvo verdaderamente detrás de esta destrucción, y decidí compartir contigo lo que he descubierto. Aunque gran parte de esta investigación fue incluida en mi primer libro, he seguido profundizando para entender quiénes se beneficiaron más con la caída del Imperio Tartariano.
Sabemos que Tartaria era el último vestigio de un antiguo pacto: una civilización que conservaba el conocimiento del Viejo Mundo, cuya arquitectura resonaba con la Tierra, que extraía energía del éter y mantenía una conexión espiritual con el cosmos. Era un equilibrio real, un remanente del Reino Milenario, donde la humanidad, por un breve instante, caminó en sintonía con lo divino.
Pero toda luz proyecta sombras, y toda paz provoca envidia.
Adam Weishaupt, fundador de los Illuminati, creía que la chispa divina del ser humano podía ser diseñada, domesticada y convertida en arma. Para él, Tartaria era caos: no por su desorden, sino por su incontrolabilidad. Representaba una sociedad no sometida a gobiernos centralizados ni seducida por la falsa luz de la "ilustración", sino guiada por un orden ancestral. Su visión del Nuevo Mundo requería liberar al hombre de la religión, solo para esclavizarlo a la razón. Así, tejió una red de pensadores y agentes cuyo objetivo no era el progreso, sino el reemplazo: borrar el pasado divino y coronar a unos pocos como nuevos dioses.
Mayer Amschel Rothschild, por su parte, vio en Tartaria un obstáculo insalvable. Esta civilización no utilizaba moneda fiat, no dependía de bancos ni acumulaba riqueza centralizada. No podía ser colonizada financieramente. Para él, su destrucción era una condición necesaria para imponer una red global de control bancario. Invirtió en guerras, exploraciones y reescritura silenciosa de la historia: una campaña no de conquista visible, sino de ofuscación invisible.
El rey Jorge III, mientras parecía aferrarse a las colonias, fue también un ejecutor de esta guerra encubierta. Bajo su mandato, estructuras ancestrales de América fueron reinterpretadas como construcciones coloniales recientes. Su rol era eliminar toda anomalía incompatible con la narrativa imperial. Las guerras, incluidas las perdidas, fueron herramientas para enterrar al Viejo Mundo bajo nuevas banderas.
Catalina la Grande, que gobernó sobre el corazón de la antigua Tartaria, fue aún más sutil. Patrocinó academias que reescribieron la historia rusa, se alineó con los filósofos de la Ilustración y dirigió campañas de “descubrimiento” que convenientemente eliminaban pruebas de civilizaciones previas.