EL GRAN NEGOCIO
Primero fueron los rumores. La desinformación en torno a conflictos artificialmente mantenidos en las fronteras del Este y a un cómico mediocre convertido en Presidente marioneta y desestabilizador.
En la televisión, en la radio, en las redes sociales. Mezclando noticias falsas con propaganda política. "El peligro es real", "No podemos dormirnos en la confianza".
Nos convencieron de que el enemigo no era el que, desde el Sur, nos invadía con oleadas de delincuentes juveniles sino el que desde un lejano Este defendía sus fronteras.
Los afeminados tertulianos habituales dejaron de hablar de chismes sobre famosetes y teleputillas y, de la noche a la mañana, se convirtieron en analistas internacionales y geoestrategas.
—Hemos de aumentar el presupuesto militar—decían los políticos y farfullaban argumentos con su reglamentaria jerga plagada de eufemismos y frases sobadas.
Los telediarios lo repitieron con la misma gravedad, la misma cadencia precisa con la que un prestidigitador hace desaparecer una carta.
Los periodistas iban fabricando meticulosamente un ambiente de peligro con la misma desfachatez con la que unos años antes habían implantado el terror pandémico.
El miedo se filtró en la vida cotidiana como una corriente de aire frío bajo la puerta.
En los telediarios, las voces artificiosas de los locutores se tornaron más urgentes. Se mostraban imágenes satelitales, líneas rojas sobre mapas, expertos con ceños fruncidos explicando cosas que nadie entendía del todo.
Los políticos se turnaban para aparecer en televisión con su repertorio de gestos ensayados. Europa estaba en peligro, decían, y solo una respuesta firme podía salvarnos. Era necesario recortar gastos sociales para aumentar el presupuesto de Defensa. "Es duro", admitían con expresiones graves, "pero el sacrificio es el precio de la libertad".
Subieron los impuestos. Se censuraron aún más las opiniones discrepantes. A la gente ya no le extrañaba que su teléfono tuviera interferencias. Era mejor así.
Cuando finalmente llegó la orden de movilización, nadie se sorprendió.
Se transmitió por todas las cadenas: teníamos que defendernos antes de que fuera demasiado tarde. La guerra no era una opción, era un destino inevitable.
Alguien preguntó cuándo había empezado todo, quién había dado el primer paso, si realmente había existido la amenaza.
Pero ya era tarde para esas preguntas.
Los burócratas de Bruselas habían conseguido su objetivo: la guerra siempre fue su negocio.
J.L.A.