Según las Sagradas Escrituras, San José de Arimatea era un hombre rico y miembro del Sanedrín, quien tuvo la valentía de pedirle a Pilato el cuerpo de Jesús tras su crucifixión.
Junto con Nicodemo, descendió el cuerpo de la Cruz y se encargó de darle una sepultura digna. Ambos eran discípulos del Señor en secreto por miedo a los judíos, pero fueron los únicos que se preocuparon por honrarlo en su descanso final.
Según las revelaciones de la Beata Ana Catalina Emmerick, después de que José de Arimatea dio sepultura al Redentor, el sacrílego sacerdote Caifás, enfurecido por su acto, ordenó que lo apresaran y lo encerraran en una torre cercana a su tribunal.
Para evitar interrupciones, Caifás encargó la tarea a soldados paganos, quienes no estaban obligados a respetar el descanso del sábado. Su intención era dejarlo morir de hambre en secreto y silenciar cualquier noticia sobre su desaparición.
Pero poco después, mientras José rezaba en su celda, una luz intensa iluminó la prisión y oyó que alguien lo llamaba por su nombre. De repente, el tejado de la torre se abrió, dejando una abertura por donde descendió una figura luminosa, que le arrojó una sábana. José la tomó con ambas manos y, en un instante, fue elevado hasta la salida, que se cerró detrás de él.
Al llegar a lo alto de la torre, la aparición desapareció, dejándolo en libertad. Según la Beata Emmerick, José de Arimatea, tras su milagrosa liberación, se reunió con los discípulos del Salvador.